Hay
experiencias que te constituyen, que forman parte de vos, así como
también ciertas relaciones, los propios orígenes, tus creencias,
tus valores. Con el tiempo uno se reconoce y se descubre a la par de
ir construyéndose.
Crecí
en una familia sencilla, humilde, trabajadora, siendo hijo único de
dos padres maravillosos, buena gente, solidarios, que siempre me
acompañan en todos los momentos de mi vida.
Pero
en cierta manera a mí me toco salir de casa, de chico, con esa
tranquilidad de tener un lugar donde volver, donde estar protegido y
cuidado. Eso me generó una sensación básica de seguridad, de
confianza en mí y en los otros.
Desde
temprana edad, después de acompañar a mi vieja a su trabajo desde
los 6 meses a los 7 años, y después de la escuela del barrio, la
parroquia se fue haciendo mi lugar en el mundo. Ahí aprendí lo que
era un grupo de pares, a dirigir desde los 13 años, aún a chicos
más grandes que yo, a escuchar, hablar, creer.
Creyendo
en Dios aprendí a creer en el hombre, en los grupos, en determinados
valores.
No
eran épocas sencillas: dictadura militar con reflejo pleno en la
Iglesia. Pecado, culpa, obligaciones, iglesia, obediencia, sumisión,
desconfianza.
Mucho
de eso nunca fue mi fuerte; nunca se me pegó, nunca me determinó.
No me fue inocuo, me amargué, me sentí culpable, pero nunca fue el
centro.
Amor,
vida, libertad, solidaridad, el prójimo, la alegría, el encuentro,
la comunión (o común unión): esa simbología linda de la vida, el
gesto, lo que muestra algo que está más allá, fue lo que me
convocó y se me inculcó.
Y
todo eso sigue aún hoy. Siempre fui más de agradecer que de pedir,
de confiar que de esperar, aprendí a valorar lo que está, lo que se
puede, lo construible. Es una esperanza activa, desafiante, que te
exige actuar, hacer.
Por
eso la Pascua nunca deja de ser un hecho religioso; lo siento por
tantos años de participar de una reflexión sobre un Dios que se
hace hombre, que baja a compartir, a encarnarse, a vivir lo que le
resulta extraño por ser Dios. Como diciendo “a ver cómo es, che”.
Y
que en ese “a ver cómo es, che” está el hambre, el frío, la
sed, el amor, la muerte, la libertad, el poder, la sonrisa, los
amigos, la enfermedad, la envidia, la hipocresía, el deseo, todo lo
humano.
Con
el tiempo sigo creyendo en Dios, pero sin muchas exigencias, sino
agradeciendo. Nunca me calentó la vida eterna, ni creo que uno deba
actuar bien porque te miran, o por el castigo, o el premio. Nadie es
quien para juzgar al otro, demasiado tiene uno con sus propios
quilombos y contradicciones.
Me
resulta imposible pensar en Dios sin pensar en el hombre, sin ser
sensible a su destino, sobre todo el de los más pobres, el de los
que sufren, el de los que están presos, el de los enfermos; un poco
como las Bienaventuranzas. Más San Francisco, Boff y Gutiérrez. Más
encuentro y crítica.
Me
enerva la hipocresía de los que nombran a Dios llenando todo de
reglas, de señalamientos, los que lo separan del hombre, del que
está al lado, del que necesita. Sigo pensando en ese Jesús
indignado que denuncia los que son como sepulcros blanqueados, que
saca a los mercaderes del tempo a patadas.
Con
el tiempo fui aprendiendo a creer de los que descreen: Galeano y su
Teología 2 del Libro de Los Abrazos, Eco y el Nombre de la Rosa,
Pessoa y su Jesús niño. Veo en esa exigencia de los que descreen
más humanidad, comprensión, solidaridad, valoración del amor y la
alegría.
Mil
veces me surgen citas bíblicas, valores guía, que veo que los tomé
de mi familia y de mi militancia que arrancó en la Iglesia, pero que
reconozco en muchos compañeros que vienen de otras tradiciones y
experiencias.
Ayer
murió García Márquez y pensaba como muchos hablan, citan y
saludan. Cuanto mejor sería si tomaran un libro o un texto corto, lo
leyeran, compartiéndolo, como homenaje.
Así
también pensaba en la Pascua: que para los creyentes solo tiene
sentido la vida si vence a la muerte, si el amor y la solidaridad se
actualizan atravesando mi vida, cuestionando algunas comodidades,
sintiendo en lo más hondo cualquier injusticia, como dice el Che.