viernes, 18 de abril de 2014

Creo

Hay experiencias que te constituyen, que forman parte de vos, así como también ciertas relaciones, los propios orígenes, tus creencias, tus valores. Con el tiempo uno se reconoce y se descubre a la par de ir construyéndose.

Crecí en una familia sencilla, humilde, trabajadora, siendo hijo único de dos padres maravillosos, buena gente, solidarios, que siempre me acompañan en todos los momentos de mi vida.

Pero en cierta manera a mí me toco salir de casa, de chico, con esa tranquilidad de tener un lugar donde volver, donde estar protegido y cuidado. Eso me generó una sensación básica de seguridad, de confianza en mí y en los otros.

Desde temprana edad, después de acompañar a mi vieja a su trabajo desde los 6 meses a los 7 años, y después de la escuela del barrio, la parroquia se fue haciendo mi lugar en el mundo. Ahí aprendí lo que era un grupo de pares, a dirigir desde los 13 años, aún a chicos más grandes que yo, a escuchar, hablar, creer.

Creyendo en Dios aprendí a creer en el hombre, en los grupos, en determinados valores.

No eran épocas sencillas: dictadura militar con reflejo pleno en la Iglesia. Pecado, culpa, obligaciones, iglesia, obediencia, sumisión, desconfianza.

Mucho de eso nunca fue mi fuerte; nunca se me pegó, nunca me determinó. No me fue inocuo, me amargué, me sentí culpable, pero nunca fue el centro.

Amor, vida, libertad, solidaridad, el prójimo, la alegría, el encuentro, la comunión (o común unión): esa simbología linda de la vida, el gesto, lo que muestra algo que está más allá, fue lo que me convocó y se me inculcó.

Y todo eso sigue aún hoy. Siempre fui más de agradecer que de pedir, de confiar que de esperar, aprendí a valorar lo que está, lo que se puede, lo construible. Es una esperanza activa, desafiante, que te exige actuar, hacer.

Por eso la Pascua nunca deja de ser un hecho religioso; lo siento por tantos años de participar de una reflexión sobre un Dios que se hace hombre, que baja a compartir, a encarnarse, a vivir lo que le resulta extraño por ser Dios. Como diciendo “a ver cómo es, che”.

Y que en ese “a ver cómo es, che” está el hambre, el frío, la sed, el amor, la muerte, la libertad, el poder, la sonrisa, los amigos, la enfermedad, la envidia, la hipocresía, el deseo, todo lo humano.

Con el tiempo sigo creyendo en Dios, pero sin muchas exigencias, sino agradeciendo. Nunca me calentó la vida eterna, ni creo que uno deba actuar bien porque te miran, o por el castigo, o el premio. Nadie es quien para juzgar al otro, demasiado tiene uno con sus propios quilombos y contradicciones.

Me resulta imposible pensar en Dios sin pensar en el hombre, sin ser sensible a su destino, sobre todo el de los más pobres, el de los que sufren, el de los que están presos, el de los enfermos; un poco como las Bienaventuranzas. Más San Francisco, Boff y Gutiérrez. Más encuentro y crítica.

Me enerva la hipocresía de los que nombran a Dios llenando todo de reglas, de señalamientos, los que lo separan del hombre, del que está al lado, del que necesita. Sigo pensando en ese Jesús indignado que denuncia los que son como sepulcros blanqueados, que saca a los mercaderes del tempo a patadas.

Con el tiempo fui aprendiendo a creer de los que descreen: Galeano y su Teología 2 del Libro de Los Abrazos, Eco y el Nombre de la Rosa, Pessoa y su Jesús niño. Veo en esa exigencia de los que descreen más humanidad, comprensión, solidaridad, valoración del amor y la alegría.

Mil veces me surgen citas bíblicas, valores guía, que veo que los tomé de mi familia y de mi militancia que arrancó en la Iglesia, pero que reconozco en muchos compañeros que vienen de otras tradiciones y experiencias.

Ayer murió García Márquez y pensaba como muchos hablan, citan y saludan. Cuanto mejor sería si tomaran un libro o un texto corto, lo leyeran, compartiéndolo, como homenaje.

Así también pensaba en la Pascua: que para los creyentes solo tiene sentido la vida si vence a la muerte, si el amor y la solidaridad se actualizan atravesando mi vida, cuestionando algunas comodidades, sintiendo en lo más hondo cualquier injusticia, como dice el Che.


lunes, 14 de abril de 2014

La política disfrazada.

Sobre mezquindades y divisiones

Este no es un año electoral. No nos dejemos confundir por las banderas políticas; no especulemos ni juguemos con las expectativas de los ciudadanos. Es momento de parar la pelota y definir qué ciudad queremos”.
Tenemos que abandonar la mezquindad y trabajar hombro con hombro por la ciudad”

Intendente Gustavo Bevilacqua. Apertura de las sesiones ordinarias 1 de abril de 2014.

Bevilacqua quiere una ciudad menos dividida por la política.”

LNP 11 de abril de 2014, aniversario de Bahia Blanca


Estas dos definiciones de la política como actividad mezquina y como factor de división, enmarcan este comienzo de año legislativo y político de la ciudad y caracterizan al Intendente Municipal, su concepción de la política y su ubicación respecto a ella.

Lejos está de la concepción de la política como el espacio de búsqueda del bien común, de puja por modelos comunitarios de organización y de debates que en democracia enriquecen las opiniones comunitarias.
Esta postura no es inocente: se pone en ese lugar porque se reserva estos valores solo para sí mismo. Los demás son los mezquinos, los que dividen, los que no buscan el bien común, los que especulan electoralmente, los que ponen palos en la rueda.
El Intendente está en una especie de limbo político: ejerce un cargo electivo, es funcionario, milita en política, pero, discursivamente, se ubica más allá de esas cosas mundanas. Muy agustiniano lo suyo...

El punto es que ese mensaje de la “no política” se ejerce desde el centro de la política; el Intendente pertenece al núcleo del poder político de Bahía Blanca, no al elegido por los vecinos, sino el instituido en el entramado del poder real. Esa mesa chica que se reúne a puertas cerradas, que controla medios, que decide en parte qué se habla y qué no en Bahía, dónde se invierte, quiénes hacen negocios, quién designa miembros de la justicia, alienta o archiva causas.

Otro punto es su no-ubicación espacial política: se vuelve un monotributista de la política. Como alguien que escucha ofertas, está esperando como se acomoden los melones para decir dónde juega. No lo definen su grupo de pertenencia, sus compañeros de militancia, su visión ideológica (situación que permitiría a la comunidad saber dónde está parado); sino que lo define la espera.

La explicación nuevamente es loable: es momento de gobernar y estar cerca de la comunidad, gestionar, más allá de divisiones, de posiciones políticas. Como si las pertenencias e ideas no generaran un lugar para debatir y dialogar.

Este mal de Facundo Cabral -no soy de aquí, no soy de allá-, lo ubica fuera de todo cuestionamiento y respuesta, negocios, violencia, muerte, pobreza, marginalidad. Estos son temas lejanos a la gestión, se vuelven teóricos, políticos, opinables… y él está para otra cosa.

Este modelo de dirigente que no dirige, no es exclusivo de Bevilacqua. Es una forma de opinar en base a encuestas, a decir frases hechas o lo que “la gente” quiere escuchar, donde va la gente va Vicente (caso más paradójico aún en nuestra ciudad...), sin enfrentarse a la opinión pública. Porque, claro, eso sería político, tendría contenido ideológico, y para eso hay que estar parado en algún lugar, pertenecer a algún grupo, sostener determinadas ideas.

Con dirigentes así, todo se inventa, todo se crea a partir de ellos mismos: se culmina en un personalismo iluminado. No hay previsión, se depende de estos superdirigentes que van surfeando la opinión pública para hacer declaraciones.
¿Cuánto hace que no escuchamos a un dirigente que se refiera a la comunidad planteando posiciones minoritarias en base a sus convicciones?
Esta visión de la política como marketinera es tan o más perniciosa que la de “mezquina y divisora” de la verdadera unidad de la comunidad.

El poder es la forma de organización comunitaria. El plantear hacia dónde vamos, quiénes conducen, cómo se los controla a quienes deciden para que sean las decisiones de la comunidad las que se respeten, define cómo se participará para que este poder no quede en manos de un espacio concentrado e inaccesible a los vecinos, reservado a mesas de poderosos por otras razones (económicas, de conocimiento, de religión, etc).

Ahora quienes ejercen el poder y se disfrazan, se esconden, disimulan, son a mi manera de ver de quienes más debemos desconfiar. Las responsabilidades del rol deben redoblar nuestros compromisos, pero plantear una dicotomía inexistente entre el compromiso “con la política” y “con la gente” es jodido y peligroso.

Estos funcionarios se vuelven inasibles, enjabonados: no tienen pertenencia, ni grupo, ni lugar. Están con “la gente”. Eso sí, si hay un conflicto no están, opinan todos menos ellos, y aparecen en el momento de las soluciones y las propuestas. Y cuando esas soluciones y propuestas son criticadas o se reconocen erradas, nuevamente se ausentan.

Este modelo de acción política, el de hacer política y no reconocerlo, calificando a los adversarios como divisores, obstaculizadores y mezquinos debe ser desenmascarado y discutido.

A mi manera de ver este modelo es el más hipócrita y peligroso de todos ya que se vuelve totalitario, al negar el derecho a disentir que tenemos todos.