Sobre
mezquindades y divisiones
“Este
no es un año electoral. No nos dejemos confundir por las banderas
políticas; no especulemos ni juguemos con las expectativas de los
ciudadanos. Es momento de parar la pelota y definir qué ciudad
queremos”.
“Tenemos
que abandonar la mezquindad y trabajar hombro con hombro por la
ciudad”
Intendente
Gustavo Bevilacqua. Apertura de las sesiones ordinarias 1 de abril de
2014.
“Bevilacqua
quiere una ciudad menos dividida por la política.”
LNP
11 de abril de 2014, aniversario de Bahia Blanca
Estas
dos definiciones de la política como actividad mezquina y como
factor de división, enmarcan este comienzo de año legislativo y
político de la ciudad y caracterizan al Intendente Municipal, su
concepción de la política y su ubicación respecto a ella.
Lejos
está de la concepción de la política como el espacio de búsqueda
del bien común, de puja por modelos comunitarios de organización y
de debates que en democracia enriquecen las opiniones comunitarias.
Esta
postura no es inocente: se pone en ese lugar porque se reserva estos
valores solo para sí mismo. Los demás son los mezquinos, los que
dividen, los que no buscan el bien común, los que especulan
electoralmente, los que ponen palos en la rueda.
El
Intendente está en una especie de limbo político: ejerce un cargo
electivo, es funcionario, milita en política, pero, discursivamente,
se ubica más allá de esas cosas mundanas. Muy agustiniano lo
suyo...
El
punto es que ese mensaje de la “no política” se ejerce desde el
centro de la política; el Intendente pertenece al núcleo del poder
político de Bahía Blanca, no al elegido por los vecinos, sino el
instituido en el entramado del poder real. Esa mesa chica que se
reúne a puertas cerradas, que controla medios, que decide en parte
qué se habla y qué no en Bahía, dónde se invierte, quiénes hacen
negocios, quién designa miembros de la justicia, alienta o archiva
causas.
Otro
punto es su no-ubicación espacial política: se vuelve un
monotributista de la política. Como alguien que escucha ofertas,
está esperando como se acomoden los melones para decir dónde juega.
No lo definen su grupo de pertenencia, sus compañeros de militancia,
su visión ideológica (situación que permitiría a la comunidad
saber dónde está parado); sino que lo define la espera.
La
explicación nuevamente es loable: es momento de gobernar y estar
cerca de la comunidad, gestionar, más allá de divisiones, de
posiciones políticas. Como si las pertenencias e ideas no generaran
un lugar para debatir y dialogar.
Este
mal de Facundo Cabral -no soy de aquí, no soy de allá-, lo ubica
fuera de todo cuestionamiento y respuesta, negocios, violencia,
muerte, pobreza, marginalidad. Estos son temas lejanos a la gestión,
se vuelven teóricos, políticos, opinables… y él está para otra
cosa.
Este
modelo de dirigente que no dirige, no es exclusivo de Bevilacqua. Es
una forma de opinar en base a encuestas, a decir frases hechas o lo
que “la gente” quiere escuchar, donde va la gente va Vicente
(caso más paradójico aún en nuestra ciudad...), sin enfrentarse a
la opinión pública. Porque, claro, eso sería político, tendría
contenido ideológico, y para eso hay que estar parado en algún
lugar, pertenecer a algún grupo, sostener determinadas ideas.
Con
dirigentes así, todo se inventa, todo se crea a partir de ellos
mismos: se culmina en un personalismo iluminado. No hay previsión,
se depende de estos superdirigentes que van surfeando la opinión
pública para hacer declaraciones.
¿Cuánto
hace que no escuchamos a un dirigente que se refiera a la comunidad
planteando posiciones minoritarias en base a sus convicciones?
Esta
visión de la política como marketinera es tan o más perniciosa que
la de “mezquina y divisora” de la verdadera unidad de la
comunidad.
El
poder es la forma de organización comunitaria. El plantear hacia
dónde vamos, quiénes conducen, cómo se los controla a quienes
deciden para que sean las decisiones de la comunidad las que se
respeten, define cómo se participará para que este poder no quede
en manos de un espacio concentrado e inaccesible a los vecinos,
reservado a mesas de poderosos por otras razones (económicas, de
conocimiento, de religión, etc).
Ahora
quienes ejercen el poder y se disfrazan, se esconden, disimulan, son
a mi manera de ver de quienes más debemos desconfiar. Las
responsabilidades del rol deben redoblar nuestros compromisos, pero
plantear una dicotomía inexistente entre el compromiso “con la
política” y “con la gente” es jodido y peligroso.
Estos
funcionarios se vuelven inasibles, enjabonados: no tienen
pertenencia, ni grupo, ni lugar. Están con “la gente”. Eso sí,
si hay un conflicto no están, opinan todos menos ellos, y aparecen
en el momento de las soluciones y las propuestas. Y cuando esas
soluciones y propuestas son criticadas o se reconocen erradas,
nuevamente se ausentan.
Este
modelo de acción política, el de hacer política y no reconocerlo,
calificando a los adversarios como divisores, obstaculizadores y
mezquinos debe ser desenmascarado y discutido.
A
mi manera de ver este modelo es el más hipócrita y peligroso de
todos ya que se vuelve totalitario, al negar el derecho a disentir
que tenemos todos.